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El síndrome de Juan

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Enviado el 22-ago-2015 a las 19:36 por Quim

Seguro que te ha pasado alguna vez: lees algo, lo entiendes tal y como está escrito y a otra cosa. Más tarde, acaso bastante más tarde, lo lees de nuevo y resulta que entonces está hablando de tí. La misma historia; nada ha cambiado excepto, quizá, tú mismo. Ha pasado el tiempo y ahora estás preparado para mirar. Ahora puedes entender lo que la Palabra quiere decirte.

En Lucas 7 hay una de esas historias que, leída, releída y recontaleída, me escondía sus tesoros; no era capaz de descubrir algo de lo que encerraba ese pasaje… Hasta que lo ví.
Juan el bautista está preso. Las expectativas de salir con vida son más bien escasas -estoy seguro de que no tiene esperanza alguna de conseguirlo- porque ha osado criticar el pecado de Herodes y eso es como opositar- y ser de los primeros de la promoción- a una plaza en los fríos y húmedos calabozos preparados para todo aquél que, vía delincuencia, vía diciendo una verdad incómoda, desee conocer como las gasta el sistema penitenciario de la época.
Mientras tanto, en el exterior, Jesús va adquiriendo una fama cada vez más grande. Sólo se habla de ese Galileo que se enfrenta a los escribas con unas palabras nunca antes pronunciadas. Que refuta los argumentos de los fariseos con razonamientos tan sencillos como incuestionables.

A Juan no debería sorprenderle. Desde que nació sabe que es el hombre elegido para preparar el camino de ese nuevo maestro. Ni más ni menos que un ángel de Dios, en persona, se lo dijo a sus padres.
Pero no puede evitarlo: aprovechando la visita semanal de sus discípulos les encarga que pregunten a Jesús si realmente es aquél a quien estaban esperando, aquél de quien hablan las escrituras o si, por el contrario, todavía deben esperar un poco más.
Puede resultar extraño que dude de la identidad de Jesús aquél que nada más verlo exclamó: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Cabría esperar más seguridad en quien desde el mismo vientre de su madre saltaba de alegría tan sólo por oír la voz de María...

Puedo ser tentado a creer que Juan, el mayor de cuantos han nacido de mujer, ha perdido la dignidad que se le suponía y duda: ¿Realmente el reino de Dios se ha acercado?
¿Realmente Dios se ha hecho carne? ¿No habré estado equivocado, dedicando mi vida a una causa inexistente?

Pero no voy a juzgar a Juan. No voy a juzgar a quien, haciendo lo correcto, un día descubre que se encuentra rodeado de cuatro paredes de piedra, en un lugar oscuro, sin saber cómo, sin saber el motivo, sin saber nada. Indiferente a sus preguntas y ruegos, el silencio es el único compañero…de momento. Pasado un tiempo vendrán a estar con él el temor y la incertidumbre.
¿Es que he hecho algo mal? ¿Por qué no me ha avisado el Espíritu, si no estaba caminando correctamente? ¿Dónde está Dios?

No le voy a juzgar porque he pasado tiempo con él en ese calabozo, cuando creía que andaba agradando al Señor, cuando en mi corazón reinaba esa paz que sólo entiende el que la ha experimentado y un día me despierto aterido de frío, con mis ropas empapadas y descubro que estoy solo. ¿Qué hago aquí? ¿Cómo he llegado?

Es por eso que entiendo a Juan. Él no duda. Toda su vida ha girado en torno a la visita del hijo de Dios. ¿Cómo va a dudar si, a pesar de no haberlo visto nunca, lo reconoce al punto, en el Jordán? ¿Cómo va a dudar cuando vio con sus propios ojos como el Espíritu Santo se posó sobre Él?
No creo que sea la duda lo que le empuja a enviar a sus discípulos a preguntar. Creo que es, más bien, un ruego: -Señor, sé que ha llegado el momento en el que voy a menguar de verdad. Sé que mi misión ha concluido y es necesario que desaparezca del todo, para que seas tú el único al que seguir, como debe ser. No me asusta morir, pero si es posible, antes de partir me gustaría ver el cumplimiento de lo que vengo anunciando desde que nací. Si fuera posible, desearía oír de tus propios labios que eres el Mesías.

A Juan le hubiera bastado con un escueto “sí, soy yo”, pero la respuesta colma sus deseos cuando los enviados vuelven con las increíbles noticias: los cojos andan, los ciegos ven, los mudos hablan, los leprosos son limpiados y a los pobres es anunciado el evangelio.
Esas palabras son más de lo que me hubiera atrevido a imaginar. En un instante todas mis dudas desaparecen. Son como un bálsamo que, no es que alivie mis heridas: las disipa y con ellas el recuerdo del dolor. Todo tiene sentido. El gozo que me invade compensa con creces cualquier sensación anterior. Me siento vivo de nuevo porque mi existencia tiene un propósito y lo estoy cumpliendo. De repente sé que tengo que menguar para que Él crezca en mí; para que sea su vida, su carácter, su espíritu, lo que los demás vean cuando me miren. Olvidarme de mi “yo” para ser “Él”. Entonces podrá manifestarse con poder… con poder del de verdad.

Su hija ha hecho un buen trabajo.
-Llegará lejos, esta chica- piensa para sí-
Ha ejecutado la danza soberbiamente, de tal modo que el rey le ha prometido cualquier cosa, incluso la mitad del reino.
-Bah! - piensa, desdeñosa- ¿Quién quiere la mitad del reino cuando ya lo tenemos todo?
Aprovecharé para tomar cumplida venganza de ese piojoso del bautista. Así aprenderá a mantener la boca cerrada. – Nena, ven, que te diré lo que has de pedir.

No ha sido fácil para Herodes cumplir su palabra. Le caía bien en el fondo, el tal Juan. Era un poco raro pero lo que decía no estaba del todo carente de sentido. Incluso, a veces, le reconfortaba oírle, siempre que no hablara de su cuñada. Si no hubiera empeñado su palabra delante de tanta gente… Pero, como demostración de que Herodías no se equivoca y de que con su astucia femenina puede conseguir cuanto desee, unos sirvientes entran en el aposento. Llevan la cabeza de Juan en una bandeja de plata, como en los banquetes, y la depositan en una mesa delante de las dos mujeres. Retiran la tapa y ahí está: es, sin duda, la cabeza del bautista, manteniendo el equilibrio a duras penas. Todavía no ha dejado de sangrar totalmente y se están empapando las puntas de la desordenada cabellera.

El momento es perfecto. Un enemigo menos. Tan sólo hay un detalle que hace que la satisfacción no sea plena. Es algo sin demasiada importancia, una nadería pues, ¿acaso no está muerto, que es de lo que se trataba?, pero deja a la mujer insatisfecha: la cabeza de un decapitado no debería sonreír.[/SIZE][/SIZE]
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