Que no se puede conocer. Esta es la definición de tal palabreja.
Se refiere, o eso creo, a todo aquello que no podemos entender o que no podemos abarcar en su totalidad; lo que nos supera y queda fuera de nuestro alcance.

Ya puedes intentarlo y volverte bizco, o calvo, de tanto pensar; ya puedes rebuscar en manuales de filosofía, entrevistarte con doctores y consultar a los eruditos, que si es incognoscible, no vas a sacar nada en claro. Ya puedes invertir horas y horas de estudio, ya puedes dedicar tiempo a intentarlo, que si de verdad es incognoscible, a la única conclusión que se puede llegar es, precisamente, la de reconocer la incapacidad de entenderlo.
¿He dicho la única? Pues sí. Pero eso no significa haber perdido el tiempo. Claro, tener la lucidez de reconocer y aceptar el significado de incognoscible, así, de entrada, puede ahorrarle a cualquiera muchos esfuerzos y pesares, pero en caso contrario, y aun después de ardua búsqueda, el llegar a la conclusión de que se es incapaz de entender algo ya implica entender algo, y muy valioso. Que importante, eso de reconocer las propias limitaciones, ¿no crees?
Muy importante, porque por un lado eso habla de humildad, al reconocerse incapaz de, o para algo, y por otro, porque acaso esa incapacidad despierte en el incapaz el deseo de mejorar, de llegar más allá de lo que en ese momento está. Humildad y deseo de aprender. ¡Todo son ventajas para el que se encuentra cara a cara con sus limitaciones y las asume!

Dice el profeta que "Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos". Y también dice el apóstol que "¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!".
Y también el predicador nos dice: "Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin". O sea que ya podemos olvidarnos de entender nada que no se nos explique especifica y pacientemente. Y eso mediante el Espíritu Santo, que es el que conoce lo más profundo de Dios, y el que nos guía a toda verdad.

Soy de los que doy por bueno todo esto; reconozco que, aunque creo conocerle, solo conozco una muy pequeña parte del todo de Dios, (¡pero que muy pequeña, pequeñísima, reducida, diminuta, ínfima, breve, testimonial, irrisoria, anecdótica, minúscula, insignificante, mínima, superficial y a todas luces insuficiente!), y por eso espero recordar esto que estoy escribiendo cuando sea necesario; cuando Dios decida hacer algo a lo que no estoy acostumbrado, algo que no he visto nunca, que me choque, me asuste o me incomode. Algo que me sacuda, que me pinche o que me chinche. Cuando decida pasearse dejando una estela de esa libertad que le es característica, desmontando paradigmas, derribando costumbres, desmoronando ideas, resquebrajando mi concepto de lo que es correcto, (¡Mi concepto de lo que es correcto! ¿Te imaginas?), sorprendiéndome e incluso escandalizándome. En ese momento recordaré, o esa será mi intención, que sigo a alguien que fue perseguido por hacer cosas que iban contra todo lo establecido, que fue criticado por alentar un cambio, que fue crucificado por decir cosas que violentaban ideas milenarias. (Crucificado por gente que sabia muy bien lo que tenia que hacerse y cómo debía decirse).

En ese momento recordaré, o esa será mi intención, que por mí mismo no soy nadie y que no sé nada.
En ese momento trataré de contar hasta diez y recordar una frase: "Examinadlo todo, retened lo bueno". Y pediré ayuda para poder discernirlo antes de elegir.
O, como mínimo, esa será mi intención.