PARA EXPRESAR IDEAS, SENTIMIENTOS... Y ALGÚN QUE OTRO DESEO.
Niños.
Enviado el 01-Sep-2015 a las 11:21 por Quim
Una persona muy querida para mí me preguntó hace algun tiempo, acerca de mi pertinaz y mal disimulada manía de hacer el ganso y comportarme en ocasiones de manera, digamos, despreocupada y hasta quizás infantil:
-Oye, ¿vas a reformarte? (Debo aclarar que me conoce lo suficiente como para haber tenido ocasión de verme en semejante tesitura y que su pregunta carecía de cualquier cosa parecida a un reproche. Más bien rebosaba cariño, o eso pienso).
Inmediatamente contesté: -No creo.
La razón de mi escueta respuesta se debe a que considero que, por encima de las múltiples cualidades que debo tener y cultivar dada mi condición de hombre adulto, tales como la responsabilidad, la madurez y el estar atento, sabiendo elegir y mantener en todo momento la correcta dirección que deben seguir mis pasos en el diario caminar (que poético suena, ¿no?, y que bonito y que solemne...) hay cosas muchísimo más importantes.*
Pero que muchísimo más.
Todos, absolutamente todos, sin que falte uno solo, hemos pasado por esa etapa en la que nuestra mayor preocupación era poder llegar a tiempo de ver los dibujos animados mientras nos traían la merienda.
A veces recuerdo ese tiempo con cierta nostalgia. Ese tiempo de colegio, de agrupament escolta, las clases, las excursiones, el deporte, los compañeros, los amigos, los profesores...
Luego el tiempo nos hace una jugarreta y todo eso cae en el olvido. El colegio es un recuerdo lejano, los compañeros y amigos... Relaciones verdaderas pero frágiles, puesto que, aun sin sospecharlo, la vida nos lleva por diferentes caminos, lo que hace que la gran mayoría de esas relaciones se difuminen hasta convertirse en humo. Hay veces que conservamos alguna, pero no es lo más común.
Pasan los años y a veces encuentras a algún amigo de la infancia. A los veinte segundos descubres que ni tú ni él tenéis nada que ver con aquéllos que un dia fueron capaces de comprenderse con una sola mirada. Habéis crecido separados y ya no sois vosotros. Sois tú y él.
Hay un día en el que, sin advertirlo siquiera, entramos de lleno en la vida adulta. Hay un momento concreto en el que formamos parte de ella plenamente, un punto de no retorno que cruzamos en silencio, sin que nada parezca verse afectado a nuestro alrededor, motivo por el cual lo asumimos con naturalidad. Es ese día en el que el niño desaparece por completo.
Aunque quede mal decirlo, vamos por la vida tan atentos a nuestros pasos que no somos capaces de admirar el paisaje. Demasiado preocupados en caminar como adultos responsables, con gesto grave, con corrección, dueños de la situación, paso firme y decidido... Responsabilidad, gravedad, corrección, control, firmeza, decisión... Cosas que a un niño le son un tanto ajenas. A ese niño que un día fuimos y al que vamos relegando a un plano cada vez más secundario, hasta que llegamos a olvidarnos de su existencia. Y se muere.
Ya, ya sé que hay instrucciones concretas que me dicen que debo dejar las cosas de niño, que debo ser maduro en el modo de pensar y que debo crecer para poder ser útil. No creo necesario citar los versículos.
Pero, ¡ay, amigo! La misma fuente me lanza al mismo tiempo una seria advertencia: si no me vuelvo como un niño, no entraré en el Reino (aquí tampoco es necesario citar los versículos, ¿verdad?).
Tenemos un problema. Habrá que encontrar un modo de reconciliar esta aparente discrepancia, ¿no crees?
Estoy seguro de que para el Señor siempre vamos a ser sus niños. Cierto que hemos de afrontar las cosas de la vida -ésta y la otra- con la madurez propia de un adulto (por supuesto, es vital), pero nunca (¡jamás!) a costa de acallar a la criaturita desvalida y despreocupada que todos llevamos dentro, porque esa criaturita desvalida y despreocupada tiene el suficiente sentido común de reconocerse a sí misma como desvalida.
Es inmune a cualquier tipo de orgullo o autosuficiencia. Sabe perfectamente (no lo cree, ni lo espera, ni tiene que enseñárselo alguien: LO SABE) que su Padre vela por ella. Y se acerca a Él con la confianza del que no tiene nada que temer. Entonces puede despreocuparse, por ejemplo, acerca de lo que va a comer, o a beber, o a ponerse. ¿Que va a temer, si su Papá esta ahí, a su lado?
Por eso dije "no".
Necesito cultivar mi relación con el niño que llevo dentro, y dejarlo salir de vez en cuando, en determinadas circunstancias. No es que padezca el síndrome de Peter Pan, no. El problema de éste es que no quiere crecer.
A mí lo que me preocupa no es crecer, sino hacerlo descontroladamente, desequilibradamente, y volverme incapaz de jugar con un niño (con cualquiera de ellos), poniéndome a su nivel, disfrutando, tirándome al suelo y manchándome la ropa, si es necesario, (casi siempre es necesario).
Me preocupa llegar a ser tan racional que me dé por cuestionar lo que se me dice hasta el punto de llegar a pedir explicaciones a cambio de mi obediencia.
Me preocupa entender mal el mensaje y, ya por lo que creo, ya porque culturalmente estamos enseñados así, volverme un tipo soso e inaccesible para todo aquél que no sea un muermo como yo.
No quisiera eso, porque el niño que soy hace que la vida sea un poquito más divertida (aun a riesgo de que alguna persona "adulta" piense no muy bien de mí, lo cual me preocupa tirando a nada) y de paso le recuerda al adulto que también soy, que hay Quien vela por los dos. Es que el adulto, tan preocupado en comportarse como tal, tan digno y tan respetable y tan ocupado y tan políticamente correcto, a veces lo olvida, pensando, pobre, que tiene su vida bajo control. Je, je, je. Je, je.
Me alegraría que tú, lector, pensaras como yo. Que fueras capaz de comportarte, por ejemplo, de modo que los niños sonrían cuando te ven porque saben que algo divertido va a ocurrir, y te preocupara más lo que puedes darles a ellos que lo que los demás piensen de tí. Que no te importara perder la compostura con tal de dar un poquito de alegría a alguien, por el simple placer de hacerlo. Prefiero mil veces provocar una sonrisa a mantener la dignidad
(¿qué es la dignidad?) propia de un adulto. Luego, esos niños te escucharán cuando hables. Recuerda que lo que das, recibes.
Si por el contrario, piensas que no sé lo que me digo, que necesito madurar o si alguno de mis comentarios te ha ofendido, te ruego que no me lo tengas en cuenta: son cosas de críos.
-Oye, ¿vas a reformarte? (Debo aclarar que me conoce lo suficiente como para haber tenido ocasión de verme en semejante tesitura y que su pregunta carecía de cualquier cosa parecida a un reproche. Más bien rebosaba cariño, o eso pienso).
Inmediatamente contesté: -No creo.
La razón de mi escueta respuesta se debe a que considero que, por encima de las múltiples cualidades que debo tener y cultivar dada mi condición de hombre adulto, tales como la responsabilidad, la madurez y el estar atento, sabiendo elegir y mantener en todo momento la correcta dirección que deben seguir mis pasos en el diario caminar (que poético suena, ¿no?, y que bonito y que solemne...) hay cosas muchísimo más importantes.*
Pero que muchísimo más.
Todos, absolutamente todos, sin que falte uno solo, hemos pasado por esa etapa en la que nuestra mayor preocupación era poder llegar a tiempo de ver los dibujos animados mientras nos traían la merienda.
A veces recuerdo ese tiempo con cierta nostalgia. Ese tiempo de colegio, de agrupament escolta, las clases, las excursiones, el deporte, los compañeros, los amigos, los profesores...
Luego el tiempo nos hace una jugarreta y todo eso cae en el olvido. El colegio es un recuerdo lejano, los compañeros y amigos... Relaciones verdaderas pero frágiles, puesto que, aun sin sospecharlo, la vida nos lleva por diferentes caminos, lo que hace que la gran mayoría de esas relaciones se difuminen hasta convertirse en humo. Hay veces que conservamos alguna, pero no es lo más común.
Pasan los años y a veces encuentras a algún amigo de la infancia. A los veinte segundos descubres que ni tú ni él tenéis nada que ver con aquéllos que un dia fueron capaces de comprenderse con una sola mirada. Habéis crecido separados y ya no sois vosotros. Sois tú y él.
Hay un día en el que, sin advertirlo siquiera, entramos de lleno en la vida adulta. Hay un momento concreto en el que formamos parte de ella plenamente, un punto de no retorno que cruzamos en silencio, sin que nada parezca verse afectado a nuestro alrededor, motivo por el cual lo asumimos con naturalidad. Es ese día en el que el niño desaparece por completo.
Aunque quede mal decirlo, vamos por la vida tan atentos a nuestros pasos que no somos capaces de admirar el paisaje. Demasiado preocupados en caminar como adultos responsables, con gesto grave, con corrección, dueños de la situación, paso firme y decidido... Responsabilidad, gravedad, corrección, control, firmeza, decisión... Cosas que a un niño le son un tanto ajenas. A ese niño que un día fuimos y al que vamos relegando a un plano cada vez más secundario, hasta que llegamos a olvidarnos de su existencia. Y se muere.
Ya, ya sé que hay instrucciones concretas que me dicen que debo dejar las cosas de niño, que debo ser maduro en el modo de pensar y que debo crecer para poder ser útil. No creo necesario citar los versículos.
Pero, ¡ay, amigo! La misma fuente me lanza al mismo tiempo una seria advertencia: si no me vuelvo como un niño, no entraré en el Reino (aquí tampoco es necesario citar los versículos, ¿verdad?).
Tenemos un problema. Habrá que encontrar un modo de reconciliar esta aparente discrepancia, ¿no crees?
Estoy seguro de que para el Señor siempre vamos a ser sus niños. Cierto que hemos de afrontar las cosas de la vida -ésta y la otra- con la madurez propia de un adulto (por supuesto, es vital), pero nunca (¡jamás!) a costa de acallar a la criaturita desvalida y despreocupada que todos llevamos dentro, porque esa criaturita desvalida y despreocupada tiene el suficiente sentido común de reconocerse a sí misma como desvalida.
Es inmune a cualquier tipo de orgullo o autosuficiencia. Sabe perfectamente (no lo cree, ni lo espera, ni tiene que enseñárselo alguien: LO SABE) que su Padre vela por ella. Y se acerca a Él con la confianza del que no tiene nada que temer. Entonces puede despreocuparse, por ejemplo, acerca de lo que va a comer, o a beber, o a ponerse. ¿Que va a temer, si su Papá esta ahí, a su lado?
Por eso dije "no".
Necesito cultivar mi relación con el niño que llevo dentro, y dejarlo salir de vez en cuando, en determinadas circunstancias. No es que padezca el síndrome de Peter Pan, no. El problema de éste es que no quiere crecer.
A mí lo que me preocupa no es crecer, sino hacerlo descontroladamente, desequilibradamente, y volverme incapaz de jugar con un niño (con cualquiera de ellos), poniéndome a su nivel, disfrutando, tirándome al suelo y manchándome la ropa, si es necesario, (casi siempre es necesario).
Me preocupa llegar a ser tan racional que me dé por cuestionar lo que se me dice hasta el punto de llegar a pedir explicaciones a cambio de mi obediencia.
Me preocupa entender mal el mensaje y, ya por lo que creo, ya porque culturalmente estamos enseñados así, volverme un tipo soso e inaccesible para todo aquél que no sea un muermo como yo.
No quisiera eso, porque el niño que soy hace que la vida sea un poquito más divertida (aun a riesgo de que alguna persona "adulta" piense no muy bien de mí, lo cual me preocupa tirando a nada) y de paso le recuerda al adulto que también soy, que hay Quien vela por los dos. Es que el adulto, tan preocupado en comportarse como tal, tan digno y tan respetable y tan ocupado y tan políticamente correcto, a veces lo olvida, pensando, pobre, que tiene su vida bajo control. Je, je, je. Je, je.
Me alegraría que tú, lector, pensaras como yo. Que fueras capaz de comportarte, por ejemplo, de modo que los niños sonrían cuando te ven porque saben que algo divertido va a ocurrir, y te preocupara más lo que puedes darles a ellos que lo que los demás piensen de tí. Que no te importara perder la compostura con tal de dar un poquito de alegría a alguien, por el simple placer de hacerlo. Prefiero mil veces provocar una sonrisa a mantener la dignidad
(¿qué es la dignidad?) propia de un adulto. Luego, esos niños te escucharán cuando hables. Recuerda que lo que das, recibes.
Si por el contrario, piensas que no sé lo que me digo, que necesito madurar o si alguno de mis comentarios te ha ofendido, te ruego que no me lo tengas en cuenta: son cosas de críos.
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